Hay una historia que siempre me ha dado mucha vergüenza contar. De hecho, la conocen muy poquitas personas y aún me sonrojo cuando la pienso. Cuando tenía 7 años y vivía en Carabanchel (en aquel tiempo el barrio era bastante conflictivo), mis padres me “obligaron” a hacer karate. Supongo que es la historia de muchos niños. Había que aprender a defenderse y nuestros padres nos mandaban a hacer artes marciales, como si fuéramos a reencarnarnos en Bruce Lee. El caso es que iba a un gimnasio del barrio. Había de todo y los dueños, amigos de mis padres, eran gente de la calle de toda la vida. Muy metidos en el día a día del barrio y conocedores de todo lo que circulaba por allí. No tenía escapatoria porque mi profe era el amigo de mi padre. Me recogía dos días por semana, me llevaba con él y luego me traía. No había excusa, aunque yo me ponía "malo" a menudo. Y lo hacía porque, aunque me encantaba el karate, al final de la clase siempre hacíamos combate. Y el cinturón más ...