Cuando me reencontré con mi fantasma: Valentín
Hay una historia que siempre me ha dado mucha vergüenza contar. De hecho, la conocen muy poquitas personas y aún me sonrojo cuando la pienso.
Cuando
tenía 7 años y vivía en Carabanchel (en aquel tiempo el barrio era bastante
conflictivo), mis padres me “obligaron” a hacer karate. Supongo que es la
historia de muchos niños. Había que aprender a defenderse y nuestros padres nos
mandaban a hacer artes marciales, como si fuéramos a reencarnarnos en Bruce
Lee.
El
caso es que iba a un gimnasio del barrio. Había de todo y los dueños, amigos de
mis padres, eran gente de la calle de toda la vida. Muy metidos en el día a día del
barrio y conocedores de todo lo que circulaba por allí.
No
tenía escapatoria porque mi profe era el amigo de mi padre. Me recogía dos días
por semana, me llevaba con él y luego me traía. No había excusa, aunque yo me
ponía "malo" a menudo.
Y
lo hacía porque, aunque me encantaba el karate, al final de la clase siempre
hacíamos combate. Y el cinturón más alto de la clase, Valentín, un niño algo más
mayor que yo y cinturón azul, la tomó conmigo. Siempre me elegía a mí, y me
zurraba de lo lindo.
El
caso es que me quitaba las ganas de ir a entrenar. Fueron 3 años de bastante
sufrimiento con el tema.
Pero,
la vida es increíble. Nos mudamos a otro barrio. Un Pozuelo de la época que no
es el Pozuelo de hoy. Y el caso es que elegí reempezar con las artes marciales.
Pregunté un día en las actividades municipales y con 12 años convencí a mis
padres para que me apuntaran a jiu jitsu.
Las artes marciales, todas, cuando te las enseñan bien, con toda la filosofía de vida que hay detrás, son de lo mejor que puedes hacer de niño. Activa todo y le da sentido a todo. Es un pilar de ser quien soy hoy. El jiu jitsu, técnicamente es distinto del karate, pero el origen, la filosofía que lo rige, es similar.
No
me voy a extender en esto, pero os diré que el jiu jitsu, dicho muy mal
(maestro no me regañes) viene a ser una mezcla de técnicas de karate y técnicas
de judo. Por eso, puede pasar que personas que empiezan haciendo karate o judo,
acaben abducidas por el mundo apasionante del jiu jitsu.
Desde
esos 12 años hasta casi los 30 tuve (y tengo) un Maestro maravilloso. De hecho lo será
siempre y cuando me he reenganchado con mi hijo, siempre me ha acogido como si
fuera el día siguiente de mi último entrenamiento. Él hizo la diferencia en lo
que era tener miedo porque te pegaban al entrenar, a tener gustillo de entrenar
aunque te zurren. No, no me enseñó masoquismo, me transmitió la capacidad de sufrir para mejorar.
Aprendí mucho. Mucho más allá que un arte marcial. Sus clases siempre han sido
distintas y con muchísima calidad humana. Que es lo que tiene detrás un arte
marcial. Cada vez que le veo sigue siendo un orgullo, porque es un gran Maestro
y porque me enseña con cosas muy simples.
Lo
que quiero decir es que mi maestro, José Luis, cambió el fantasma que arrastraba e hizo que incluso, me apasionara. Me ayudó a mejorar y con los años me empujó a competir. Y lo
hice.
Al
principio, compitiendo, tenía el objetivo de ganar experiencia y currículum para
poder examinarme de cinturón negro, que era a donde quería llegar. Después era
mucho más que eso. Era diversión y unos compañeros con los que me partía la
cara entrenando y con los que no paraba de reír después. Éramos un equipazo.
Y
entonces sucedió.
Un
día, en un torneo de exhibición, donde no solamente participábamos gente de
jiu jitsu, sino también de otras federaciones, me tocó en una eliminatoria con
un chico un poco mayor que yo, pero que estaba en mi categoría porque pesábamos
similar.
El
caso es que vi su nombre. Valentín. Y un apellido impronunciable pero más que
reconocible. Y lo vi, a un lado del tatami. Él no me conoció a mi. Pero yo a él
fue instantáneo.
Mi
cuerpo tembló. No sólo por el miedo de pelear con alguien (hasta entonces había
ganado muy pocos combates), sino por hacerlo con él. Me puse muy nervioso. No
dije nada, ni a mis compañeros ni a mi Maestro. De hecho él se va a enterar con
esta historia.
El
caso es que el árbitro nos llamó al centro del tatami. Es muy ritual, pasas, guardas las
formas, saludas a los árbitros y saludas al contrincante. No se puede hablar,
es honor lo que hay ahí. No una pelea de macarras.
Pero
es que no me pude contener. Cuando te saludas, con una inclinación del cuerpo
(lo sabéis tod@s), después, como regla no escrita, chocas las manos. Al hacerlo,
le dije. “Tú no te acuerdas de mí, pero yo de ti sí”.
Se
quedó medio atontado. Se desconcentró. Pero seguía teniendo ese deje chulito y
tampoco le duró mucho. En sus técnicas de karate, él lanzaba atemis
(puñetazos), pero yo había aprendido bien. No me daba. En sus técnicas de pierna,
trataba de barrer, lo que me había hecho de niño. Yo lo sabía y si en alguna
técnica era bueno yo era en esas, en las de barrido y velocidad.
Y
pasó. Le gané. Iponazo. Fin de la historia.
El
subidón fue de época. No volví a hablar con él. No charlamos después de la
pelea. Ni tampoco vi a mis maestros de aquel gimnasio. Me eliminaron en el
siguiente combate y me fui con mis compañeros a tomarnos unas cervezas para
celebrar que, uno de ellos, había sido el campeón de su categoría. Grande
Miguelón.
Y
aunque no lo supieran, había otro campeón ese día. Todo puede pasar.
#impossibleisnothing
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