Mi cita con la muerte

En abril de 1999 tuve una cita con la muerte. Me visitó varias veces, pero no caí en su trampa.

En aquel entonces había tenido unos momentos difíciles en mi familia. Los negocios de mi padre no habían salido bien y nos habían generado problemas económicos, que a su vez derivaban en mucha tensión entre mis padres.

Y, por si fuera poco, cual peli de Hollywood, acababa de romper con mi amor de universidad. Estaba muy perdido.

Antonio, un amigo de mi padre, productor de cine y televisión, había sido contratado por una tele autonómica para realizar una serie-documental con el comunicador más reconocido del momento sobre temas “misteriosos”, al que le gustaba mucho mezclar historia y ciencia con lo enigmático.

El gran Fernando Jimenez del Oso, Lorenzo, redactor de la revista que dirigía Fernando, Pepe, operador de cámara, Antonio y yo, vivimos una aventura que cambiaría mi vida.

Empezó en un vuelo desde Londres, de 20 horas con escala en Doha. Jamás había visto un aeropuerto con tanto lujo.

Proseguimos a Karachi, ciudad al sur de Pakistán, frontera entre el mar y el desierto. En aquel entonces ya tenía 14 millones de habitantes. La mezcla de calor (más de 35 grados a las 7 de la mañana), olores y personas la convertían en un adorable caos. Una explosión de vida, como decía Fernando, entre seres humanos con lo mínimo para subsistir. Esa verbena de motocarros que no dejaban de tocar el claxon y pasaban a milímetros unos de otros eran una maravilla del mundo. El corazón daba vuelcos permanentemente.

De Karachi fuimos a Larkana, la ciudad civilizada (sin asfaltar y con luz a ratos), más cercana a las ruinas de Moenho-Daro, ejemplo de perfección urbanística en una ciudad del año 2500 a.C. Un espectáculo que te ponía los pelos de punta, inexplorado por el turismo todavía.

En Larkana, el “hotel” Green Palace nos acogió con unas habitaciones de agua marrón y unos extraños huéspedes que oíamos corretear por la noche y tenían pinta de ratas.

A la llegada, por aquello de las cámaras que llevábamos y nuestra pinta de pardillos occidentales, se generó un tumulto en la puerta del hotel. Unas doscientas personas estaban esperando que saliéramos (lo hicimos los tres más jóvenes) para que les firmáramos en libretas y camisetas, como si fuéramos jugadores de fútbol. Menos mal que no había redes sociales.

Se formó un séquito en nuestro paseo para conocer el pueblo hasta que un niño de unos 14-15 años, con kalashnikov en mano, nos “invitó” a acompañarle. Ahí nos hicimos unos “amiguetes” talibanes, armados hasta los dientes, que nos explicaron que eran un grupo en contra del Gobierno, ese Gobierno que nos había invitado y dado permisos para grabar. Nos retuvieron unas horas, contándonos su historia, invitándonos a té (alguno creía que nos iban a envenenar) y siendo hospitalarios, tras entender que veníamos de España, lugar en el que su líder había estudiado una carrera.

Tras el acongoje de poder pasar al otro barrio en cualquier instante y midiendo lo que decíamos en inglés, volvimos con las ratas.

De Larkana fuimos a Lahore, atravesando el desierto de Thar. En aquel fokker de hélices tuvimos el “aterrizaje de emergencia” en medio de ese desierto. El piloto, viendo que no había otro remedio, decidió aterrizar en la carretera que atraviesa el desierto, con la mala suerte que una parte del avión entraba en la calzada, pero otra parte no. El golpeo con las dunas o lo que fuera le costó la vida a parte del pasaje. Nosotros, salvo golpes, alguna magulladura y el susto, estábamos vivos.

Sin duda es el momento más determinante de mi vida. El punto de inflexión que cambió todo.

Conseguimos recuperar lo que quedaba de equipaje y equipos y nos fuimos a Lahore, ciudad colonial, victoriana, de avenidas preciosas, cargada de vegetación. Visitamos su mezquita, en la parte que se permitía a un infiel.

Al final de la visita contemplamos la belleza de la ciudad desde la altura de la entrada principal, en una explanada maravillosa. Fuimos a la furgoneta con nuestro guía y cogimos el camino de salida de la ciudad. A los 10 minutos estalló el bombazo en la plaza donde habíamos estado hacía un suspiro. La furgoneta se movió para todos los lados, pero no hubo daños. El atentado produjo casi 200 muertos. Hubo 5 que aquel día escaparon a la guadaña.

Al día siguiente, después de rodar en un gran mausoleo, volviendo por la carretera, en la que a un lado estaba el río, imponente, mezclándose las personas con los animales y al otro lado, pequeños terrenos con la gente trabajando, Fernando gritó “stop, stop, stop”. El conductor frenó en seco y nosotros nos quedamos blancos ¿qué pasaba?

Le dijo al cámara que cogiera el equipo y a mí que los siguiera, y ahí, lo vi.

Un niño de 12-13 años, arando el campo, tirando de un arado de los antiguos de los de nuestra postguerra. Pero el buey era él. Conseguimos entendernos en inglés (es lo que tiene haber sido ex colonia del imperio) y que nos contara que era el mayor de 5 hermanos, que su padre estaba muerto y que él, como cabeza de familia tenía que procurar el sustento para su prole. Lo hacía con una sonrisa y con el orgullo de ser responsable de que sus hermanos pudieran ir al cole. Una lección de vida que jamás olvidaríamos.

De Lahore fuimos a la capital, Islamabad. Sí, fuimos en avión. Con un par. De ahí nos cogimos otro avión al Valle de Unza, en medio del Himalaya. En otro fokker de los que vuelan a 6000 metros (las montañas están a 8000). Es un vuelo de 20 minutos. A los 10 minutos, el piloto, en el punto de no retorno, decide si vuelve (porque hay nubes) si sigue (está despejado) o, bajo su criterio una de las dos anteriores porque está “así así”. Pues ese día estaba así así. Y ahí estábamos, a 6000 metros pasando entre nubes al lado de la pared de montañas que están a 8000. No podía ser posible tener otro accidente, desafiando a la estadística.

Y no lo hubo. Llegamos a Unza, donde la esperanza de vida son 100 años. Quizás por esos insectos crudos, esas aguas rojizas o ese pescado multicolor. No sé, pero eran tipos duros de verdad.

Por eso, el cámara y yo le pedimos a Antonio volver con un sherpa por la carretera (autopista del Karakorum) e ir grabando el Himalaya. Estábamos cansados del avión. Pero no fue una brillante idea.

La autopista del Karakorum, antigua ruta de la seda, en algunos tramos, es un camino de montaña a 3000 metros, en el que cuando miras por el lateral no hay nada, salvo una caída interminable. Si viene un coche de frente o mejor, un camión, hay que dar marcha atrás hasta que el conductor encuentra el miniresquicio donde el coche, casi saliéndose de la carretera, deja el hueco milimétrico suficiente para que pase el vehículo más grande.

Los cuatro o cinco sustitos fueron de época y las últimas papillas que tenía en mi cuerpo quedaron allí inmortalizadas. Eso sí, los planos fueron brutales.

Tras un día de viaje llegamos a Islamabad. Grabamos una boda al día siguiente. Realmente nos “colamos” en ella y nos trataron como si fuéramos el príncipe que viene a mi banquete.

Esa madrugada, llegamos al aeropuerto a coger el avión de vuelta a Europa. Había 3000 personas agolpadas en la entrada, queriendo ir a occidente. No conseguíamos pasar y, cuando por fin llegamos al control de seguridad, tras 4 horas de empujones y miradas lapidarias, uno de los guardias nos puso una pistola en el pecho. Se la puso a Antonio y en un acto de inconsciencia yo protesté y me la colocó a mí, en el corazón.

Lentamente saqué la billetera y le unté como correspondía. A él y a todos los de alrededor. Entonces se les pasó la xenofobia y nos dejaron pasar. Eso sí, para coger un avión que ya se había marchado hacía dos horas.

Allí, sin protección del gobierno (el guía ya se había marchado) ni conocer los tejemanejes locales, conseguimos plaza en un vuelo, a los dos días, para volver a Karachi. De ahí cogeríamos el otro vuelo semanal que salía hacia Londres.

Tras dos días en la Terminal, haciendo vida a lo Tom Hanks, conseguimos embarcar en ese vuelo a Karachi. La escala fue larga, otras 24 horas en las que tampoco se nos ocurrió movernos de la terminal, no fuera que nos pasara lo mismo que en Islamabad.

Por fin, con 6 horas de retraso, embarcamos en aquel avión que nos devolvió a Londres y, finalmente a España.

La muerte nos acechó por el camino. Pero no era nuestro momento.

Sin embargo, todo pasa por algo. Este viaje cambió mi vida para siempre. Se me pasaron todos los males y mi cabeza cambió el chip a vivir. Desde entonces se que hay que plantar cara a los problemas, aunque a veces los deje reposar, pero no se pueden evitar. Hay que afrontarlos y luchar. Y disfrutar del camino. Hay que exprimir cada segundo porque me quedó claro que nunca se sabe cuál es el último.

 

#impossibleisnothing




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