El brasero de la abuela
Recuerdo cuando era niño, en esos días de frío como el que hace hoy en Madrid. Llegar a casa de mi abuela en Carabanchel y meter los pies en esa mesa camilla redonda, de la que colgaba un tapete hasta abajo del todo. No se veía, pero cubría un tesoro, el brasero. Una fuente de calor superior a la de la energía nuclear cuando uno estaba en estado de congelación. La sensación de alivio cuando te cubrías las rodillas y se generaba esa ola de calor era un placer de infancia indescriptible. Lo malo venía cuando te salías del calorcito. Estuve gran parte de mi niñez con mi abuela, “la yaya”. Una de las mujeres de mi vida. La que incondicionalmente estaba conmigo. Llegar a su casa, meterse en el brasero y poner la tele, “El Santo” o los “Ángeles de Charlie”, mientras cenaba esas albóndigas caseras con patatas fritas a cuadritos era maravilloso. Aunque fuera domingo por la noche y hubiera cole al día siguiente, deseaba ese momento. Sentía el calor y el amor detrás del calor. ¿Qué p...