El brasero de la abuela

 

Recuerdo cuando era niño, en esos días de frío como el que hace hoy en Madrid. Llegar a casa de mi abuela en Carabanchel y meter los pies en esa mesa camilla redonda, de la que colgaba un tapete hasta abajo del todo. No se veía, pero cubría un tesoro, el brasero. Una fuente de calor superior a la de la energía nuclear cuando uno estaba en estado de congelación.

La sensación de alivio cuando te cubrías las rodillas y se generaba esa ola de calor era un placer de infancia indescriptible. Lo malo venía cuando te salías del calorcito.

Estuve gran parte de mi niñez con mi abuela, “la yaya”. Una de las mujeres de mi vida. La que incondicionalmente estaba conmigo. Llegar a su casa, meterse en el brasero y poner la tele, “El Santo” o los “Ángeles de Charlie”, mientras cenaba esas albóndigas caseras con patatas fritas a cuadritos era maravilloso. Aunque fuera domingo por la noche y hubiera cole al día siguiente, deseaba ese momento.

Sentía el calor y el amor detrás del calor. ¿Qué podía salir mal si la sensación de felicidad era infinita?

Incluso venía a preguntarme si quería que cambiara el canal. No había mandos a distancia y tenía que levantarme, y salir del brasero, para poder cambiar. No hacía falta, ella lo hacía, aunque tampoco había mucha oferta, dos canales, La 1 y La 2. Easy.

De vez en cuando iba a casa de mis otros abuelos. Era por Delicias y el caminito, en los coches de la época, te daba para salir del vehículo como un muñeco de nieve. Las calefacciones automovilísticas eran de aire frío, hasta que se calentaba la cosa, que era cuando ya habías llegado a destino. Las estalactitas empezaban a brillar en la punta de la nariz. Menuda sensación.

Poner el pie en la calle era como ponerlo descalzo en una pista de patinaje sobre hielo. El asfalto servía para congelar las albóndigas que habían sobrado. Era otra época…

Y sí, llegaba a su casa, la de “los tatos”, para diferenciar de la “yaya”. Nuevamente otro cuarto de estar con una mesa camilla redonda, con otro faldón hasta el suelo y con ese tesoro mágico, el brasero. Otra tele de dos canales sin mando, otro silloncito cómodo y otro sin vivir de atenciones hacia mí, el príncipe que venía de visita. La sopita rica y la partida de cinquillo, tute o lo que yo quisiera…aquellos tiempos sin play station.

La atmósfera era común en todas las casas de abuela del país. Comida rica, atención extrema con los nietos, calor bonito y un amor que se dibujaba en cada gesto. Un amor generoso, comprensivo, limpio…

También siento esa sensación cuando voy a casa de mis padres en Carabanchel. También hay mesa camilla y manto hasta el suelo…pero no hay brasero. En el siglo XXI la sociedad dice que es un instrumento muy peligroso (en verdad lo era) y que es preferible calentarse de otra manera. También hay otra comida rica (la comida de las madres es de estrella Michelín siempre) y un amor desmesurado con los nietos. Con los hijos hay alguna bronquilla de vez en cuando. Ya sabéis, cuando seas padre…comerás huevos.

Espero que mis hijos recuerden esos momentos infantiles como yo recuerdo los míos, aunque no haya ese instrumento letal ni en nuestros salones modernos quepan ese tipo de mesas “de abuela”.

Todo se basa en lo mismo, un amor sin condiciones, del que sale del corazón, del de verdad, personificado en los más débiles, que son los más pequeños de la casa. Mis abuelas se quitaban lo que fuera necesario para dármelo a mí. Si no tenían para comer ese día a cambio de que yo me comiera un buen filete, pues no comían. O comían pan. Claro, venían de donde venían y sabían la importancia de cuidar a los tuyos.

Hoy se vive muy deprisa. No hay braseros y, por tanto, tampoco hay ese calor. Hay otro tipo de calor, por supuesto, pero no ese. Hay albóndigas, sopa y filete…pero no esas. Tampoco hay esa infancia…aunque lo divertido que es tener ese deje de niñez…

Ojalá hubiera más braseros, aunque sean peligrosos.

¿Qué cosas hay que nos hagan felices que no impliquen un cierto riesgo?

Dedicado a mis abuelas (y a mi madre).

#impossibleisnothing




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