La mirada de un niño

Hoy os voy a contar una historia. No es un cuento, es una historia real, vivida hace ya 15 años (uno se hace mayor) y que procuro tener muy presente cuando la cosa va mal.
Allá por el año 97 un gran amigo, Antonio, productor de televisión, me propuso ir con un grupo de cuatro personas más a Pakistán, para hacer dos documentales, sobre el Valle de Unza, lugar con la esperanza de vida más alta del planeta por aquel entonces, y sobre Moenjo-Daro, cuna de la civilización en Asia y lugar de nacimiento de las leyendas sobre unicornios.
Pakistán era hace 15 años un país sorprendente. Extrema pobreza, fundamentalismo religioso pero extraordinaria cultura. Capaces de fabricar bombas atómicas mientras el 90% del país tenía graves carencias económicas. Muy similar en ese  sentido, y con todos mis respetos para ambos países, pero es que llama la atención, a La India.
Sin embargo, como os digo se respiraba una atmósfera cultural muy importante. Pakistán e India tuvieron destinos paralelos, fueron colonia Británica (como único país unido) y al final de la segunda guerra mundial se independizaron  de Gran Bretaña pero con la condición de que la Liga árabe y el partido hindú resolvieran sus diferencias, lo que llevó a su vez a la división en dos paises, India y Pakistán. Países enormes y de gran influencia religiosa, hindú y musulmana.
Cuando, aterrizamos en Karachi, en el sur de Pakistán, ciudad entre el desierto y el mar, eran las 5 de la mañana, y estábamos a más de 40 grados con una humedad asfixiante.
A la salida del aeropuerto se nos echó encima una multitud de niños, azuzados por algún mayor, y queriendo sacar unos dólares. Nos esperaba un guía, de habla inglesa y árabe y mi misión, además de porteador de un pedazo de trípode de unos cuantos kilos, era la de intérprete (a pesar de mi inglés de aquel momento).
El caso es que nos entendimos bien con aquel hombre. Nos llevo a la ruinas de la ciudad de Moenjo-Daro, de más de 5.000 años y que contaba ya con un sistema de alumbrado y de alcantarillado público. Después de una jornada eterna de rodajes a más de 40 grados, cuando volvíamos en la furgoneta, el director del programa, uno de los seres humanos excepcionales que he conocido en mi vida, Fernando Jiménez del Oso (seguro que nos está viendo desde ahí arriba) rompió su habitual tranquilidad y le dijo al guía "stop, stop, stop..." nos descolocó a todos y el conductor pegó un frenazo. Fernando abrió la puerta de la furgoneta y le dijo a Pepe, el cámara, "vamos Pepito, coge el equipo". Algo había visto, pero no sabíamos que.
A un lado del camino había un lago, donde personas y animales se bañaban juntos. Pero eso ya llevábamos rato viéndolo y no habíamos parado. ¿Qué era entonces?
Fue cuando lo vimos. Al otro lado había un niño, de unos diez años que estaba tirando de un arado, pero de los antiguos, de los que tiran las mulas. Estaba arando un huerto.
A él era quién quería conocer Fernando. Nos contó que era el mayor de cinco hermanos y su padre había fallecido. No iba al colegio. Pero estaba orgulloso de ser el que trabajaba para la subsistencia de su familia. No había tristeza en esa mirada limpia de un rostro hermoso del punjab, había orgullo y mucha vida en él. Ese día recibí una lección que jamás se me olvidará. No se nos olvidará a ninguno de los que estábamos allí.
Desde entonces, ese niño aparece cada vez que la cosa se pone fea. No tengo derecho a quejarme de nada, soy un privilegiado. Ese niño representa la alegría, ilusión y ganas de vivir y salir adelante en cualquier circunstancia.
Los tiempos que corren son duros. Nunca entenderemos, por lo menos yo, lo que es una dureza como aquella comparada con lo que nos pasa en España o en Occidente. No seamos hipócritas con temas como Somalia (que lleva toda la vida igual) o las crisis económicas o la propia visita del Papa a Madrid (y os lo dice uno que no es fan de él en absoluto. De su jefe sí pero de él...) No juzguemos tanto a los demás ni veamos que son otros los que tienen el problema porque toman las grandes decisiones.
Nosotros, también decidimos cosas todos los días y muchas de ellas al final pueden ser parte de una cadena que acaba en aquel niño o en otros como él. Dejemos de juzgar y pasemos a hacer.
Juntos cambiaremos el mundo… 

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