Bravo por la música


Cuando era niño había una canción de Juan Pardo que decía “Bravo por la Música, siete notas clásicas…”. Yo cantaba “Bravo por la Música, siete notas mágicas”. Debía de ser influencia del conservatorio (empecé con 9 años) o una traición del subconsciente, pero bendita traición.

La música es el arte de combinar los sonidos y el ritmo. Eso decía mi libro de 1º de Solfeo (o de Preparatorio, no recuerdo muy bien). El caso es que efectivamente es eso, un arte, un arte de infinitas posibilidades.

A los 18 años dejé el Piano. Era “too much” con todo lo que hacía y ya veía que no me iba a dedicar a ello. Me agobiaban mucho los exámenes ante un tribunal, desde niño. Cualquier equivocación o unos pocos nervios te destrozaban el trabajo que había detrás. No podía haber fallos. La melodía y la armonía son algoritmos perfectos, y tiene que fluir. Un error significaba una reacción en cadena de fichas de dominó y acababa en tragedia.

Para que os hagáis una idea, la máxima era que en primero de piano deberías estudiar una hora al día, en segundo, dos, en tercero, tres y así sucesivamente. El talento, eso tan de moda, requiere mucho esfuerzo. Sólo el trabajo es capaz de aflorar lo que uno lleva dentro.

El caso es que lo dejé. Pero el piano que me regaló mi abuelo hace 33 años seguía ahí. Primero en casa de mis padres y desde hace cuatro años en la mía. Y no hay como querer que tus hijos tengan ese gusto por la música que tú tenías como para ponerse a tocar de nuevo. Y ver que ellos aprenden y tienen aptitudes. Porque la música, aparte del placer de escucharla, tiene un aprendizaje de valores cuando se quiere interpretar, que no tiene ninguna otra materia.

La música son los algoritmos del corazón. Tiene un orden, los tonos, los acordes, las dominantes, las subdominantes, las sensibles, pero que transmite una emoción. Y eso amig@s, no se aprende, se siente.

El caso es que desde hace un año he retomado el tocar un poquito todos los días e ir aprendiendo aquello que siempre quise aprender, y no el programa oficial de un conservatorio donde Schumann, Bach y otros cuantos genios eran los protagonistas de mi interpretación.

Y ahora es una droga. Porque, aunque nunca fui un virtuoso (aunque tenía mis cualidades de oído), la emoción no se olvida. Claro uno empieza a tocar una melodía un día y hasta dentro de dos meses, como poco (en mi caso), no sonará de una manera decente y hasta dentro de tres no será capaz de sumarle la entonación de una canción. Pero oye, a mi ritmo.

Redescubriendo esas sensaciones, se redescubre la capacidad que tienen determinadas cosas para motivarnos, emocionarnos, evocarnos a otros momentos y sobre todo “enchufarnos un buen chute” de energía.

Y, además, como ya me habéis leído otras veces, ese ejercicio sirve para conectar los puntos. Sin las hora y horas de estudios de Bach y Schumann no podría intentarse el Rock de hoy. Sin hijos que quisieran aprender lo que ven en concursos de la tele (los que enseñan cosas), no hubiera vuelto a intentarlo y posteriormente a enseñar lo poquito que recuerdo. Todo tiene un por qué y una secuencia, que, en este caso, es maravillosa.

Y todo tiene un esfuerzo. El piano no es como la bici. Si no lo tocas se olvida. Cuando uno se pasa muchos años en un Conservatorio, lo básico lo recuerda, pero lo que hace que la melodía tenga forma, se pierde y requiere nuevamente de esfuerzo.

Moraleja: hay que entender siempre que el presente es consecuencia de lo que hicimos en el pasado y que a su vez es causa de lo que seremos en el futuro. Por eso hay que exprimir la vida al máximo…cada segundo cuenta.

#impossibleisnothing

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