Lecciones de un viaje a Pakistán
Hace muchas lunas ya. Fue por
allá por 1998. Cruzábamos Pakistan de sur a norte en un fokker (un avión de
hélices) de la PIA (Pakistan International Airlines). El vuelo, de unas 2 horas,
parecía apacible. Pakistán es un país muy extenso y abrupto. Tiene de todo,
desierto y montaña.
Cuando volábamos por encima del Desierto
de Thar saltaron las pantallas del avión. En los 90, la PIA era de las
aerolíneas más modernas del mundo, y ya contaba con dispositivos plegables en
el techo del avión.
Salió en imagen un imán recitando
en árabe. Entendimos que eran rezos. Y el piloto dijo algo por los altavoces
que provocó un gran revuelo en el avión. En ese momento, varias personas
sufrieron un ataque de pánico.
Costó un poco comprender qué
pasaba. Había un problema mecánico en el avión. Íbamos a hacer un aterrizaje de
emergencia. Ahí, en medio del desierto.
Por supuesto, el terror se
apoderó de nosotros. Lorenzo, uno de los que venía, balbuceaba “no quiero morir”.
Y cada vez más la sensación de que podía ser el final, flotaba en el ambiente.
Fernando, que era médico
psiquiatra, entre otras cosas, nos pidió que le miráramos. “Loren, mírame a los
ojos”. No se me olvidará jamás.
Y así, con voz profunda y calmada,
siendo consciente de que él tenía una enfermedad grave en su cuerpo, nos miró y
dijo: “hoy no es mi día”.
La sensación de paz que
transmitió fue infinita. Nos tranquilizamos y nos pusimos en posición de
aterrizaje de emergencia. Se hizo el silencio. Todos éramos conscientes de la
gravedad del momento.
Los aviones de hélices tienen
algo distinto a lo que tienen los grandes aviones comerciales de hoy día. Son
más pequeños (seríamos unas 60 personas), son más manejables y, sobre todo,
planean. Su peso y su aerodinámica les permite “jugar” en el aire.
Como dato diré que la PIA nunca
había tenido un accidente de avión hasta entonces.
El caso es que planear permite
reducir velocidad y ganar tiempo. Aterrizar en una especie de carretera en
medio de aquel paisaje no era demasiado seguro y la pericia del piloto
reduciendo velocidad en vuelo era crucial.
Ganar tiempo hace que tengas unos
minutos para pensar. Yo estaba en un momento vital durísimo y la oportunidad de
hacer este viaje me había reenganchado a la ilusión de hacer cosas. El pensar
que todo puede acabar te da perspectiva y te pone en un estado mental distinto.
Cuando uno está en una situación así, viene a la cabeza lo que es realmente
importante. No te acuerdas de lo que no aporta. Sí te da rabia aquello que no
has hecho y piensas que no tendrás ocasión. La luz se transforma en un fundido
a negro y la tristeza del instante es gigante.
El avión seguía bajando y llegó
el momento de tocar tierra. Aterrizó. Hubo golpes, heridos, drama, miedo,
gritos, lloros. Fue como si un tanque pasara por encima planchando el avión,
tanto física como emocionalmente. Una sensación de vacío brutal.
Y ualá, no nos pasó nada. Tengo
el recuerdo difuso y creo que alguno de nosotros se golpeó en la mano y en la
cabeza, pero estábamos enteros. No todo el avión corrió la misma suerte, pero
nuestro grupo estábamos bien.
Vino la alegría. El respirar
hondo. El “shock” de estar vivos, que es el mayor regalo que uno puede tener.
Incluso alguna broma y alguna lágrima de alegría. Recuerdo a Antonio, el
productor, una vez estábamos a salvo, pensando en cómo recuperábamos la caja
metálica con todo el equipo. Que tío, como cambió el chip.
Hace 21 años de ello. Fuimos a
Pakistán para grabar unos capítulos de la serie “La Otra Realidad”, que producíamos
para Canal 9 en Valencia y que dirigía un ser humano especial, maravilloso,
Fernando Jiménez del Oso. Yo iba de ayudante, porque estaba fuerte para cargar
con trípodes, mochilas, etc. y porque hablaba inglés y hacía las veces de
traductor con los guías que nos acompañaban. En el sur habíamos ido en busca
del Unicornio y sus vestigios. En el norte íbamos al valle de Unza, en medio
del Himalaya, a averiguar por qué sus habitantes vivían una media de 100 años.
Por el camino nos íbamos a empapar del Punyab y su gente, desvelando algún misterio
más que surcaba el valle del Indo.
Esta lección de vida, que os
puedo asegurar que no se olvida, se completó con otras dos más.
Dos días antes del accidente del
avión, los tres más jóvenes del grupo, saliendo a hacer fotos en la ciudad de
Larkana (una especie de aldea sin asfaltar y con luz eléctrica a ratos) fuimos
invitados por un niño de no más de 15 años, kalashnikov en mano, a “tomar un té”.
Nos llevó a una cafetería con un pasillo interminable y una habitación al
fondo, donde había un hombre, sentado, vestido como un muyahidín, y un grupo
detrás, de pie, armado hasta los dientes. Era como una peli de Indiana Jones,
pero real.
Nos preguntaron qué hacíamos
allí. Lorenzo, que chapurreaba inglés, dijo que estábamos invitados por el
gobierno de Pakistán para hacer unos documentales. El líder del grupo nos dijo
que ellos eran un grupo (armado por lo que se podía deducir), en contra del
gobierno. Pepe Añón, el cámara, le pidió a Loren que no dijera nada más. Nos
ofrecieron una infusión y alguno dudó en aceptarla, pero por supuesto dijimos
que sí. Conseguimos explicarles que veníamos de España (el líder había
estudiado en Barcelona), y que veníamos a hacer documentales sobre la Historia
de Pakistán, para que la gente lo conociera y viera su grandeza. Parece que le convencimos.
Nos contó su reivindicación, nos hicimos unas fotos y nos dejaron ir.
Y a los dos días el accidente….
Hay una tercera historia. Fue la
enseñanza definitiva. Cuando volvíamos de grabar una boda de un matrimonio acordado,
en la que nos habíamos “colado, había una carretera que iba de un lado a otro
de Islamabad (capital del país). En el lado derecho estaba el río (o quizás un
lago), donde se bañaba la gente junto con los animales. Era un paisaje
precioso. Una explosión de vida. Estábamos tan embobados mirando que no nos
dimos cuenta de lo que había en el otro lado.
Y fue cuando Fernando dijo “stop,
stop, stop”. Nos asustamos todos. El conductor paró la furgoneta. El guía miró
aterrorizado. No pasaba nada. “Coge la cámara Pepito”, dijo el jefe.
Y entonces lo vimos. A la
izquierda había varios huertos. En uno de ellos, bastante extenso, había un niño
de más o menos la edad del mío hoy. Ese niño estaba tirando de un arado, de los
antiguos, de los que tiraban las mulas, y sudando la gota gorda. Fuimos hacia
él, Fernando quería saber que era lo que estaba haciendo. Nos contó que era el
mayor de 5 hermanos. Que su padre no estaba (no recuerdo si estaba fallecido),
y que él era el cabeza de familia. Lo decía con una sonrisa de lado a lado y
con la cabeza bien alta. Emocionado de ser el que sustentaba a los suyos.
No estudiaba. No podía. Tenía que
trabajar para que su familia comiera y sus hermanos pudieran ir al cole. Se nos
pusieron los pelos de punta y se nos saltaron las lágrimas. Un niño de 10 años nos
acababa de dar una lección de generosidad y amor. A nosotros, los “ilustrados”
de Occidente, que no entendíamos casi nada de lo que nos estaba pasando.
Aquella Noche, Antonio, que
compartía habitación conmigo, me decía que no podía dormir. Pensaba en sus
hijos y en todo lo que tenían. Ese niño nos había enseñado la importancia de
saber valorar lo que se tiene y lo que te sucede. Aunque no lo creáis, me
acuerdo de él en muchas situaciones. Jamás vi tanta determinación.
Fue un viaje extraordinario. Hubo
muchas más cosas. Muchas otras lecciones. Pero estas tres no se olvidan nunca.
Hoy, cuando uno llega a
encrucijadas, es bueno recordar de dónde vienes y el regalo que es vivir.
Quejarse no sirve de nada. La inacción tampoco. Descargar frustración en otros,
cercanos o en redes sociales, tampoco. Lo que sirve es valorar que estamos
aquí, que tenemos capacidad para actuar y que es necesaria determinación e
inteligencia para hacerlo. La actitud y el amor pueden con todo.
Es bueno recordarlo. Protege lo
que importa.
#impossibleisnothing
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