La vida y la muerte

 

Hace años conocí a un muyahidín. Era el líder de un grupo en contra del gobierno de su país. Era un país con grandes desigualdades y una densidad de población de las más altas del mundo.

Reivindicaban unas políticas más equitativas y que se reconocieran los derechos históricos de su pueblo, una etnia dentro de un sistema de etnias. Era un grupo numeroso y él era un líder que había sido educado en los mejores colegios y universidades de Europa.

Todo empezó cuando un niño de unos 12 años, en un lugar perdido de Asia, donde probablemente no habían visto un occidental en su vida, vino a “invitarnos” a acompañarle. Su rifle de asalto hacía presagiar que no sería demasiado bueno declinar tal invitación.

Unas calles más allá y con medio pueblo siguiéndonos, como si fuéramos un mandatario internacional, entramos en una tetería. Parecía una peli de Indiana Jones, donde había un pasillo largo y una habitación final, con una mesa, un foco apuntando a la mesa y dos sillas vacías.

Al otro lado el muyahidín y su tropa, armados hasta los dientes.

Miedo no es la palabra. Fue terror.

Nos habían visto con cámaras de televisión y querían saber qué hacíamos en un lugar tan olvidado del mundo. Se lo explicamos, había unas ruinas muy importantes para la Historia de la Humanidad a pocos kilómetros. Eso sí, muy desconocidas. Probablemente una de las cunas de la civilización, de más de 5.500 años de antigüedad. Queríamos que el mundo las conociera.

Parece que le caímos bien. Cuando trajeron el té, uno de mis acompañantes no quería beber porque pensaba que nos iban a envenenar. El otro y yo le miramos echando fuego por los ojos. < O te lo bebes o te meto una paliza yo mismo >. Bebió.

Salimos a un descampado y dimos un paseo con nuestro nuevo “amigo”. Me impactó una cosa. El valor de la vida y la muerte para él y para lo que representaba. Tenía una cultura mucho mayor que la media de cualquier occidental y podía haber hecho fortuna con su conocimiento y actitud. Discutí, en el buen sentido de la palabra, por qué no intentaba cambiar la realidad de esa manera, sin violencia, construyendo cosas que mejoraran la vida de su pueblo y le hicieran progresar.

Su argumento era que no había tiempo. Le encantaría que fuera así, pero la necesidad era inmediata. Hace 25 años no existía internet como es hoy. No había inmediatez de información, ni redes sociales. Y su causa era una causa olvidada.

Me explicó que el ejército, de vez en cuando les bombardeaba, indiscriminadamente. Eran terroristas y eso les daba carta blanca. Él lo entendía, era una guerra y asumía el coste en vidas. Uno de sus hijos había muerto en un bombardeo.

Su concepción de la vida, a pesar de las experiencias que había tenido dentro y fuera de su país, era muy simple, y al mismo tiempo muy compleja. Tu vida vale lo que vale tu muerte. Así de fácil, así de difícil. No veía un más allá donde pudiera dejar un legado. Su legado era de lucha.

Estuvimos unas horas. Nos pidió que contáramos su historia y nos “escoltaron” hasta donde estábamos alojados. En ningún momento sentí amenaza real, salvo el susto inicial. Sus miradas eran limpias, sin ira, llenas de vida. El era divertido y tenía un sentido del humor muy inteligente. Me impactó.

Al día siguiente estalló una bomba en la puerta de un Parlamento regional. 20 minutos después de que hubiéramos estado en ese lugar. Hubo decenas de muertos. Esta vez, esquivamos el “paraíso”. Salvaje y curiosa ironía.

Lo he reflexionado muchas veces. ¿Por qué nos pasó? ¿Qué sentido tiene? Hoy lo entiendo todo. A veces es necesario morir para nacer. A veces es necesario caer muy hondo para resucitar. A veces es necesario estar cerca de dejar de ser tú, para serlo con más fuerza.

Es un proceso muy íntimo y personal. Donde cada uno estamos solos ante nuestro propio muyahidín y nuestra propia explosión. Nadie nos va a rescatar, sólo depende de nosotros. Pero es necesario creer, pensar en positivo, tener paciencia y avanzar. Sin prisa, pero sin pausa. Da igual lo que digan o lo que piensen los demás. Confiar. El cambio es de uno y para uno. Y sí, supone un coste. Minimizar el impacto, pero asumirlo. Es necesario que sangre el alma para que las cicatrices sean sólo adornos que se cerraron y no heridas abiertas para siempre.

No se que será de aquel grupo. Probablemente la mitad ya no estén. La habilidad de su líder también incluía la manipulación de su gente. Ninguno estaba a su nivel cultural y peleaban ciegamente porque su muerte fuera más cara, y por tanto su vida también. Esa era la filosofía, que llevada al fanatismo se convierte en una espiral infinita.

También me hace pensar sobre nuestra sociedad y el momento actual. Si el cambio individual depende únicamente de nosotros, el cambio como sociedad depende de la capacidad de empatizar unos con otros. Si elegimos la filosofía del muyahidín, nunca saldremos del laberinto. Podremos tener una formación exquisita y una capacidad de liderar brutal, pero si la actitud es destructiva, da igual la causa, no habrá avance.

Deberíamos pensarlo más. En vez de demostrar permanentemente que “tenemos la razón” construir un mundo mejor con “tu verdad” y “mi verdad”.

Viene un momento muy difícil. De mucha tristeza. Por muchos motivos. De nuestra actitud va a depender todo. Yo aún confío.

#impossibleisnothing

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