El Reino de la Mentira
Había una vez un Príncipe.
Era muy dichoso. Tenía un reino maravilloso y una prometida a la que amaba con
locura. Se conocían desde niños y su compromiso era de amor verdadero. El
pueblo, cariñosamente la llamaba, Princesa.
Eran tal para cual. Una pareja que
reafirmaba la leyenda de la media naranja. Juntos sentían que cualquier cosa
era posible.
Un día fueron a montar a caballo. En una
mala maniobra, la Princesa se cayó. No se podía mover. Los médicos la atendieron
enseguida pero su lesión era muy grave. Lo más probable era que no pudiera
volver a andar.
El Príncipe estaba desquiciado. Ir a
montar había sido idea suya. Sentía muchísima culpabilidad y muchísima
preocupación por el amor de su vida.
Decidió que había que hacer lo imposible
para que se recuperara. Contrató los mejores médicos y fisioterapeutas para que
la trataran.
Ella estaba postrada en cama, en Palacio.
Su pena era muy profunda. Estaba perdida.
Pasada la tormenta de los primeros
momentos, empezó la rehabilitación. Eran largas sesiones todos los días para
que volviera a sentir sensibilidad en las piernas. Un esfuerzo titánico que
desmoralizaba a la Princesa.
Su prometido no se apartaba de ella.
Decidió hacer algo para motivarla en su recuperación. Durante cada minuto de
cada sesión, la contaba las maravillas de su reino. De ese reino en el que
serían Reyes.
La hablaba de sus territorios, sus
gentes, los viajes que tenían que hacer, las comidas tradicionales, los
festejos. Hablaba de la familia que formarían, de los hijos que tendrían. Era
como pintar en sus ojos un mundo maravilloso que tenían que descubrir.
Fueron largos meses. Largos sacrificios.
La voluntad de nuestra protagonista era de hierro. Jamás había existido una
persona así. Él lo sabía y seguía con sus historias motivadoras. Ella
encontraba la fuerza necesaria en ellas.
Y el milagro sucedió, Un día, la Princesa,
empezó a andar. Y luego más deprisa. Y luego más. Y luego a correr. El gozo era
indescriptible. Lo había conseguido. Su esfuerzo la había llevado a curarse.
Y entonces empezó a hacer planes. Quería
descubrir todas esas maravillas que su futuro esposo la había prometido. Y ahí
se llevó la gran desilusión.
Durante su convalecencia se había
gestado una revolución. El Rey y su familia habían sido desterrados y recluidos
en su Palacio. El Príncipe había descuidado los temas políticos y había puesto todas
sus energías en la Princesa. El Rey, su padre, era muy mayor y no había podido
controlar la situación. El caso es que ya no tenían reino.
La Princesa se enfadó muchísimo. A ella le
daba igual reinar o no, no era su ambición. Lo que quería era vivir esa vida
con su amado. Y el Príncipe se lo había ocultado. Le había prometido cosas que
no podía cumplir. Su reino se desmoronaba y él la dibujaba viajes idílicos. Se sentía
traicionada y engañada y su enfado asustaba al mismísimo diablo.
El Príncipe sabía que lo había hecho
mal. No había sido sincero. Buscaba la excusa. Pero no la había. No era
suficiente el querer motivarla. Ella se podía haber recuperado igual. Su
esfuerzo era el que había obrado el milagro, no las historias imaginarias. Se
sentía avergonzado y muy enfadado consigo mismo. Además, había perdido el foco
y no había ayudado a su padre a mantener su reino.
La mentira rompió su compromiso. La
mentira, por piadosa que sea, nunca tiene justificación. Era la lección
aprendida. Pero su coste era muy doloroso.
La Princesa hizo la maleta y se fue a
descubrir otros reinos. Ella no era familia del Rey y al romper el compromiso
podía salir de Palacio. Quería vivir aquello con lo que había soñado mientras
se recuperaba. Su necesidad de respirar podía con la pena de que no sería con
él.
Después de los huracanes llega la calma
y la reconstrucción. El Príncipe decidió tomar las riendas de su futuro. Se
armó de valor y fue a ver a los revolucionarios. La realidad es que su reino
vivía en la anarquía desde el levantamiento. Se había generado una mafia de
dirigentes que, supuestamente en nombre del pueblo, se estaban enriqueciendo y
repartiendo los territorios a cachitos.
El Príncipe dio un puñetazo en la mesa.
A pesar de todo, su familia siempre había sido muy querida. Contaba con apoyos.
No se le podía olvidar todo lo que sí había hecho bien. Diseñó un plan en el
que el pueblo pudiera elegir. Con elecciones libres, a las que él se
presentaría, como un ciudadano más. Con hechos concretos, con un reparto justo
de las riquezas con unas estructuras que garantizaran el progreso y donde un
gobernante no pudiera despistarse ni olvidarse de tomar decisiones, como le
había pasado a él.
Y claro. Cuando algo se hace con corazón
y honestidad entonces el resultado llega. Os podéis imaginar que el presidente
de esa nueva República fue él. Su plan trajo progreso y bienestar a los
ciudadanos y su familia volvió a ser muy querida.
Pero faltaba algo. La Princesa seguía
explorando aquellos lugares que hubiera deseado descubrir con él. Su pena no se
iba y cuando lo veía en las noticias le daba un vuelco el corazón. Ambos se
amaban y se echaban de menos.
Ya os he dicho que cumplían la leyenda
de la media naranja…Cuando uno rectifica la vida le premia. Seguro que les
esperaban cosas maravillosas.
#impossibleisnothing
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